03
Sep
2020
Dignidad Imprimir
Punto D Vista - Otra mirada
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Foto cedida por Ayuntamiento de TorrejónJesús Hernández Gallardo

Hoy al hilo de todo este berenjenal del coronavirus, de los muertos que de forma insistente se van produciendo, en especial en las residencias de ancianos me acuerdo de mis abuelos. Según cuentan los expertos en estas cuestiones epidemiológicas, tras el confinamiento tan duro al que nos han abocado en los meses anteriores, los jóvenes, esas cabezas huecas son los responsables de los brotes más virulentos de contagios en toda España, aunque es verdad que (afortunadamente) no todos, ni mucho menos.

Pero ello me lleva a pensar en la vida tan desahogada en la que viven, el desenfreno con que han tomado la salida de la reclusión domiciliaria del confinamiento; parece como si el mundo estuviera en las última, como que han de recuperar el tiempo perdido y se sueltan las greñas en fiestas sin control ni medidas de seguridad, las que nos están recomendando a todos.

Durante esta guerra con el coronavirus todos hemos visto por donde llega lo vulnerable, las personas a las que destroza el virus sin capacidad de reacción, porque no tienen recursos de salud para aplacar esos lances a degüello en su organismo. Están indefensos, se los lleva la malignidad de la pandemia.

El corazón me late al tratar este asunto con mucho sentimiento, porque deja en evidencia el tremendo desprecio a nuestros mayores. Yo soy de aquellos que nacimos en el segunda parte del siglo XX y la educación recibida por nuestros padres ha sido del reconocimiento absoluto a aquellos que nos han precedido en nuestras familias sin reservas, tan solo por esa dosis de lealtad a nuestros mayores me revelo y pongo en grito en el cielo contra todos los niñatos que, egoístamente, se lanzan a la vida plácida sin atención a ninguna línea que les dé referencia del respeto hacia ellos.

Mis abuelos, por ambas partes, han sido como los de muchos otros coetáneos en el tiempo, personas que han sufrido los rigores de una Guerra Civil injusta, ellos dicen que fratricida, entre hermanos que se vieron involucrados por circunstancias con un fusil en la mano y pegando tiros en la Batalla del Ebro, la de Brunete o la de Badajoz. También mi padre participó en la Batalla del Ebro y toda su generación fueron víctimas del hambre y la miseria de la postguerra, esa época en la que sobrevivir fue heroico y valeroso.

Mis abuelas llevaban ese mandil que las distinguía de otro tiempo, las que se valían de el para todo, tan pronto se limpiaban las manos, portaban la fruta de un lugar a otro o nos limpiaban los mocos a mí y mis hermanos.

Ellos se privaban de lo mejor para entregarlo a todos nosotros, sabiendo que era una inversión de cariño sin condiciones. Cualquier gesto o palabra dura hacia ellos por nuestra parte era corregida con severidad por nuestros padres, haciendo entender que en ningún caso se volvería a repetir, son iconos sagrados en las estructuras patriarcales y merecedores de un respeto incuestionable.

En su generación se han sacrificado con todos sin considerar su propio perjuicio como ningún gesto fuera de su contexto vital, han pasado estrecheces, penurias y privaciones; todo ello en beneficio de hijos y nietos, como una tarea incluida en los valores adquiridos como enseñanzas de sus progenitores. Esa herencia cultural es la que les ha dignificado y, quienes les hemos seguido de primera mano, hemos sido incapaces de dudar de su cariño infinito e incondicional.

Lo cierto es que han cambiado las tornas, nuestra generación no ha sabido encaminar en esos aspectos a nuestros descendientes, los avances, el modelo social en el que discurrimos y el cuajo de muchos de nosotros ha hecho saltar en mil pedazos valores conquistados antaño y ahora entregados y rendidos al egoísmo de los más jóvenes. Ahora ya, cuando aumentan cifras de algunas residencias de ancianos sobre personas fallecidas, me introduzco en estas reflexiones y me dan ganas de pegar una patada a la actualidad.

Jesús Hernández Gallardo

Funcionario del Estado

Torrejón de Ardoz