Dos sorprendentes leyendas se han convertido en seña de identidad de la Sierra Norte
En los pliegues de la Sierra Norte y de la Sierra de Guadarrama, donde los pinares susurran secretos antiguos y los ríos cantan entre piedras centenarias, nacieron historias que el tiempo no ha podido borrar. Y entre ellas destacan dos: la del Rey de Patones, soberano de un reino diminuto escondido entre montañas, y la del Dragón de Cercedilla, criatura viajera que encontró en las cumbres madrileñas su hogar eterno. Entre ambas, se dibuja un paisaje donde la historia y el mito se abrazan, donde lo humano y lo fantástico se confunden, y donde cada piedra y cada fuente guarda un secreto que espera ser escuchado.
Entre los pliegues de la Sierra Norte, donde el aire huele a tomillo y las piedras guardan secretos de siglos, se alza Patones de Arriba, un pequeño reino escondido del tiempo. Sus casas de pizarra parecen crecer de la roca, y sus calles empedradas se enroscan como serpientes dormidas. Allí, cuentan los viejos, hubo una vez un rey. No de corona ni cetro, sino de palabra justa y mirada clara: el Rey de Patones.
Nadie sabe cuándo comenzó su linaje. Algunos dicen que fue tras la Reconquista, cuando pastores y agricultores buscaron refugio entre las montañas para vivir en paz, lejos de señores y ejércitos. Las crónicas dicen que entre 1527 y 1555, cuando la familia de pastores de los Patón (de ahí el nombre del pueblo), decidieron independizarse de su Uceda natal.
Allí fundaron su aldea, guiados solo por el sentido común y la necesidad. Con el tiempo, eligieron a un hombre sabio para dirimir disputas y mantener la armonía. Lo llamaron “rey”, no por poder, sino por respeto. Y así, entre risas y acuerdos, nació una monarquía sin palacio ni oro, sostenida solo por la confianza de sus gentes. El pueblo prosperó en su aislamiento. Las guerras pasaban lejos, los impuestos nunca llegaban, y la justicia se impartía bajo un olivo, donde el rey escuchaba a los suyos con calma. Su ley era sencilla: cada uno debía cuidar del otro como de su propio ganado, y nadie debía dormir con rencor en el corazón.
Dicen que el último de aquellos reyes fue Gutiérrez, un hombre de manos curtidas y voz pausada. Cuando las noticias del mundo exterior alcanzaron por fin las montañas, comprendió que su pequeño reino debía presentarse ante el gran monarca de España. Así, una mañana, descendió por los caminos de polvo y piedra y llegó a Madrid con una carta escrita en su puño.
En ella contaba la historia de su pueblo: un reino diminuto, fiel y feliz, que había vivido durante siglos “sin más leyes que las de la concordia”. Pedía a Carlos III el amparo de la Corona, no por ambición, sino para asegurar la paz de los suyos. El rey ilustrado, conmovido por aquel gesto, accedió. Así se disolvió la monarquía más pequeña del mundo, sin guerras ni traiciones, solo con la dignidad de quien sabe que ha cumplido su destino.
Desde entonces, Patones siguió su vida tranquila, pero los lugareños aún recuerdan al viejo Gutiérrez. Dicen que, en las noches de verano, cuando el viento baja de la sierra y las cigarras callan, se oye una voz grave que murmura entre las piedras: —Sed justos. Sed libres. Sed buenos con los vuestros. Y así, el Rey de Patones sigue reinando, invisible, sobre las sombras y los tejados de pizarra, guardando su reino eterno de silencio y montaña.
Y cerca de allí cuentan los viejos del lugar que, mucho antes de que los romanos alzaran su calzada sobre el valle de la Fuenfría, una sombra cruzó el cielo desde Oriente. Venía del otro extremo del mundo, donde el sol amanece entre templos de jade y montañas de fuego. Era un dragón, dicen, nacido en los valles de China, allí donde los hombres aprendieron a leer las nubes como si fueran libros.
Atravesó desiertos y mares siguiendo el murmullo de los vientos antiguos. El dragón, cuenta la leyenda, había viajado hasta China buscando la fuente de la eterna juventud teniendo como única pista para encontrarla que se encontraría junto a una veta de cuarzo puro. El dragón, joven cuando inició su viaje, recorrió el mundo arañando toda roca volcánica que veía sin encontrar la fuente.
Así, cada vez más viejo y cansado, llegó hasta el lago Baofeng, en lo que hoy es el Parque Nacional de Zhangjiajie, donde se encontró con un anciano pescador que, apiadándose de la criatura moribunda, le contó una vieja leyenda: la fuente existía, pero se encontraba en tierras muy lejanas, protegida por pinares y escondida en el interior de una gruta tallada en granito, en cuyo fondo podía verse la veta de cuarzo puro.
Y así comenzó un nuevo viaje. Mil noches después el dragón llegaba hasta el corazón de la sierra de Madrid. Ya no buscaba la eterna juventud, sino tan sólo un lugar donde descansar sus alas, hartas del humo de las guerras y los reyes. Algunos aseguran que los mercaderes del Camino de la Seda lo trajeron en sueños, envuelto en los símbolos de su cultura, y que su espíritu fue sembrado en estas montañas por manos que ya nadie recuerda.
Cuando llegó a Guadarrama, encontró la gruta, tras lo que bebió del agua y consiguió la eternidad, pero no como esperaba. Automáticamente se transformó en roca, formando la Sierra del Dragón, hoy conocida como “Los Siete Picos”, y su cuerpo formó los perfiles que aún se adivinan desde el valle. Dicen que sus escamas se transformaron en lajas de pizarra, y su aliento, en la niebla que sube cada amanecer por los barrancos de Cercedilla.
Los pastores aprendieron pronto a respetarlo. Cada luna llena dejaban junto a las fuentes un cuenco de vino o un pan de centeno. A cambio, el dragón velaba por el equilibrio del bosque, domaba los vientos y mantenía alejadas las tormentas. Pero si alguien talaba más árboles de los necesarios o hería a un animal por crueldad, la montaña rugía con voz de trueno: era el dragón recordando su ley.
Con el paso de los siglos, su historia se hizo eco. Los viajeros románticos del XIX escribieron sobre él en sus cuadernos, confundiendo las luces de las tormentas con el resplandor de sus alas. Y aún hoy, cuando el cielo se oscurece y el viento silba entre los pinos, hay quien levanta la vista y cree ver una figura alada dibujándose entre los relámpagos.
El Dragón de Cercedilla duerme, dicen, bajo la piedra y la raíz. Soñando con los días en que cruzó el mundo para hallar reposo en una sierra que también necesitaba un guardián. Porque toda montaña tiene su espíritu… y en Cercedilla, ese espíritu tiene forma de dragón. |